terça-feira, 3 de novembro de 2009

Marcos Novaro: ¿Qué significó 1989 y la caída del muro para Argentina?*

Centro de Investigaciones Políticas (Arg.)

En 1989 la historia argentina pareció de pronto alinearse con la del mundo. La hiperinflación que se desató durante ese año, coincidentemente con el derrumbe del muro de Berlín y el resquebrajamiento del modelo soviético, tuvo un rol decisivo en ello: empujó a una porción considerable de las elites dirigentes y de la opinión pública nacional a abrazar, de modo bastante inesperado, la fe en el mercado y en la globalización como únicas vías para recuperar el crecimiento económico, lograr la estabilidad y salvar al país del aislamiento y el atraso en que había ido cayendo. La sorpresa que ello provocó fue doble: primero, obedecía a que quienes adquirieron un protagonismo central en ese nuevo consenso y en empujar al país por el camino que parecía abrírsele hacia el futuro eran los mismos que hasta ese preciso momento más habían batallado contra la idea de que la democracia y el progreso social pudieran estar asociados, siquiera colateralmente, con el libre mercado; segundo, porque el giro que ellos realizaron y su coincidencia con el triunfo del capitalismo sobre el socialismo nivel global venía a desmentir una a esa altura ya larga tradición nacional de andar a contramano del mundo.

Desde sus orígenes, en verdad, Argentina se había caracterizado por ser un país sensible a los vientos que soplaban desde las naciones desarrolladas. Pero en el medio siglo previo a 1989 fue en reiteradas ocasiones incapaz de sacar provecho de ellos, de interpretarlos correctamente y adaptarse a tiempo a los incentivos y restricciones que creaban. Lo que en alguna medida puede atribuirse a la creencia de sus gobernantes, y de la sociedad en general, de ser “un caso aparte” y de estar llamados, no a seguir tendencias, sino a crearlas. Así, los generales que dieron el golpe del ´43, habían dado rienda suelta al neutralismo, justo cuando el Eje comenzaba a derrumbarse; y Perón insistió durante diez años con el tercerismo, esperando en cualquier momento estallara la tercera guerra mundial, mientras otros países de América Latina se alineaban con Estados Unidos y se beneficiaban de la acelerada expansión del comercio mundial en la posguerra.

Peor aún le fue a la Revolución Argentina, que pretendió emular el desarrollismo franquista justo cuando mayo del ´68 hacía trizas en todo el mundo las tradiciones de autoridad y moralidad que ese modelo necesitaba para funcionar, y al último Perón, que volvió al poder aupado en una ola de redención popular en el preciso momento en que la “primavera de los pueblos” se consumía en la región en una seguidilla de fracasos y la crisis del petróleo liquidaba cualquier posibilidad de satisfacer sus demandas, y sólo atinó en respuesta a legar una apenas contenida (y pronto feroz) puja distributiva y las recetas disciplinadoras de López Rega. Pero todavía habría que soportar el non plus ultra de la incomprensión y la inubicuidad, que fue el que ofreció el Proceso inaugurado en 1976: las dos premisas con que este régimen actuó frente a lo que entendía mandaba el escenario internacional nos legarían sendos dramas nacionales, que aún nos acompañan y nos distinguen en el concierto de las naciones. En primer lugar, bajo el supuesto de que las preocupaciones por los derechos humanos no eran más que expresión de una ola de “mala conciencia liberal” post Vietnam, o peor aún, prueba de la infiltración comunista en el Departamento de Estado, ignoró todas las señales en cuanto a que el país se estaba volviendo un leading case en la violación sistemática de los valores que Occidente ahora enarbolaba, precisamente, para combatir con mejores chances que en el sudeste asiático al comunismo.


En segundo lugar, convencido de que la abundancia de dinero a bajas tasas continuaría indefinidamente, se endeudó sin ton ni son para financiar políticas que perseguían la ambiciosa meta de emular al mismo tiempo al desarrollismo de los militares brasileños, fomentando carísimas inversiones en sectores básicos de la economía, privadas y públicas, y a sus ortodoxos pares chilenos, operando un ajuste estructural de la economía que eliminara de raíz la inflación.


Entre 1979 y 1981, en medio del clima de delirio que acompañó el colapso de esas políticas, cuando las tasas de interés internacionales rompían todos los records, la CIDH y Carter condenaban al terrorismo de estado, y buena parte de la sociedad se consideraba traicionada en su buena fe y sus esfuerzos por integrarse a un mundo que les daba la espalda, lo más granado de la dirigencia (no sólo la militar) no tuvo mejor idea que hacerse eco de esos sentimientos de ofendido nacionalismo, y proclamar que si los extranjeros no comprendían a la Argentina sería “peor para ellos” (con esa frase se cerró una recordada publicación empresaria de aquellos años).


Antes de que Galtieri pergeñara su aventura malvinera, ya estaba suficientemente abonado el terreno para una confrontación a toda orquesta entre la Argentina y el mundo.

Deuda y desaparecidos fueron los dos peores legados que recibió la democracia argentina. Y hay que decir que al menos eso sirvió para que sus dirigentes y la opinión pública fueran comprendiendo que desde entonces el país necesitaría más del mundo de lo que éste necesitaba de un “modelo” argentino. Alfonsín no tardó en entender lo que ello implicaba, y desde 1985 buscó por todos los medios adaptar su proyecto democratizador a las tendencias modernizadoras y aperturistas que estaban avanzando en el mundo, inspirándose para ello en lo que hacía la socialdemocracia española. Sólo que no encontró mucho eco en los grupos de interés, ni en la oposición, ni siquiera en su propio partido. Todavía era fuerte la creencia de que la autarquía era la solución para los problemas nacionales, que era preferible una buena pelea con el Fondo y Estados Unidos que cualquier arreglo y que la Argentina no arrastraba problemas estructurales irresueltos, sino que, fruto de designios extraños, había sido sometida a malas políticas que artificialmente la habían empobrecido. Debería todavía atravesarse el calvario de la hiperinflación para que esas ideas terminaran de debilitarse, y madurara en su lugar un nuevo consenso. Que había venido forjándose, incluso entre los sindicalistas y políticos peronistas, al calor de los sucesivos fracasos de una economía regulada, cerrada e inflacionaria. Pero que encontró un decisivo respaldo en la simultaneidad con los sucesos que tenían lugar en el bloque soviético.

Nunca una crisis nacional fue tan oportuna como entonces, ni un liderazgo emergente estuvo tan bien provisto, en términos de sus dotes de ubicuidad y adaptabilidad, para sacar provecho de la situación resultante. Con lo bueno y lo malo que podía resultar de ello. Porque si la caída del muro pudo ser leída en el escenario local como la prueba que faltaba sobre los males del estatismo, las economías autárquicas y las trabas a la iniciativa privada, también conllevó la asunción, desde una perspectiva que por momentos adquirió visos de fanatismo ideológico (apenas velado por el discurso del fin de las ideologías), de que “pobres habría siempre”, que el mercado consistía, antes que en instituciones reguladas que aseguraran la competencia, en que el grande se comiera al chico, y que la democracia debía liquidar todo impedimento a que los económicamente exitosos impusieran sus fines y modos de actuar al resto de la sociedad. Con lo que se terminó tirando con el agua sucia del intervensionismo heredado, la misma posibilidad de identificar y defender intereses públicos.

Esta nueva versión del “exceso” y la “particularidad” argentinas bien puede entenderse como fruto de una continuidad dentro del cambio. Porque lo cierto es que si nuestro país lograría presentarse desde 1989 como modelo ejemplar de las reformas de mercado y la modernización capitalista, sería no sólo porque estaba dispuesto a adaptarse a las tendencias imperantes en el mundo, sino a que al hacerlo creía reencontrarse con su “misión histórica”: ser un caso aparte, que gracias a sus exclusivas dotes, y las aun más exclusivas de sus líderes, podría saltearse etapas, abstenerse de replicar el esforzado camino de otras naciones, que habían invertido años y cuantiosos recursos en crear instituciones y bases sólidas para sus economías, e irrumpir rutilante y sorpresivamente en el Primer Mundo. La oferta que hizo en este sentido Carlos Menem resultó demasiado tentadora para ser rechazada, y durante años veló el buen juicio de empresarios, sindicalistas y políticos, tanto peronistas como liberales. Con las consecuencias por todos conocidas.

* Publicado en La Nación, 1 de Noviembre de 2009

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