Las cifras que resultaron de las recientes elecciones municipales parecen corroborar una tendencia que se viene produciendo en el último tiempo, Brasil atraviesa por una etapa de creciente conservadurismo y es urgente revertir dicha tendencia.
Concretamente, los
partidos de derecha y extrema derecha obtuvieron un incontestable triunfo en la
mayoría de los 5570 municipios existentes en el país. En esta primera vuelta,
solo el Partido Social Democrático (PSD) fue ganador en 878 alcaldías, entre
las cuales, la importante ciudad de Rio de Janeiro con Eduardo Paes (60,5 %). Le
sigue otro partido de derecha, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), que
consiguió elegir a 847 alcaldes. Seguidamente viene el Partido Progresista
(PP), con 743 municipios y Unión Brasil con 578 alcaldes electos, entre los
cuales el de Salvador de Bahía.
Estos cuatro partidos que lograron las mayores votaciones, forman parte de ese conglomerado gelatinoso, pero muy influyente, que se hace llamar de centrão, aunque a diferencia de su nombre es un grupo de partidos fundamentalmente de derecha. Ya hacia la extrema derecha del espectro ideológico, el Partido Liberal, del ex presidente Bolsonaro, obtuvo el triunfo en 510 municipios, seguido en sexto lugar por el Partido Republicano con 430 alcaldías.
En resumen, estos 6
partidos de cuño conservador, lograron en su conjunto la administración de
3.986 municipales para el próximo periodo de cuatro años, configurando un
escenario de continuidad del modelo de compra de favores y fisiologismo que se
ha constituido en la marca registrada del sistema político brasileño desde hace
décadas. Este “modelo” supone un arreglo entre el Congreso Nacional y los
gobiernos locales por vía de las enmiendas impositivas del presupuesto que son
manipuladas por diputados y senadores para mantener sus corrales electorales
con el apoyo de alcaldes, concejales y operadores políticos en la base. Son
verdaderos batallones de vastos contingentes dispuestos a velar por los
intereses combinados en torno al poder político y el control territorial para
continuar profitando de los recursos del Estado para mantenerse en el poder.
Si bien el Partido de
los Trabajadores (PT) mejoró su desempeño con relación a las elecciones de
2020, solo ocupa el décimo lugar entre los conglomerados que tuvieron alcaldes
electos en esta primera vuelta (248 municipios). Lo cual demuestra que, a pesar
de contar todavía con enorme popularidad y adhesión, el Presidente Lula no pudo
transferir automáticamente dichos atributos a los candidatos de su referente.
Esta somera radiografía
de los resultados plantea muchas interrogantes con relación al crecimiento
sostenido de las fuerzas de derecha y, aún más, de la preocupante emergencia de
personajes que se declaran outsiders o no políticos y que han conseguido un
apoyo expresivo en la población de votantes, especialmente entre los más
jóvenes.
Algunos de ellos representan
un serio riesgo para la continuidad democrática del país, debido a su evidente
inclinación por salidas autoritarias con el apoyo de las Fuerzas Armadas y
grupos de milicianos que controlan extensos territorios de las principales
ciudades de Brasil. La irrupción meteórica de muchos de ellos (Pablo Marçal, el
convidado de piedra del bolsonarismo), ha dejado a los actores de la política tradicional
perplejos, pues este tipo de figuras “antisistema” se dedican a transgredir
permanentemente las reglas del juego democrático y con bastante éxito.
Que le está diciendo
un sujeto como Pablo Marcal a su electorado, que le otorgó un 28 por ciento de
las preferencias en la contienda por el control de la megalópolis de São Paulo,
que sin tiempo en televisión ni fondo electoral y usando preferentemente las
redes sociales, estuvo muy cerca de llegar a la segunda vuelta.
El ex coach le habla
a su electorado como un pastor de la teología de la prosperidad y del
emprendimiento, les pide que sospechen de los beneficios del Estado y confíen en
sus propias capacidades de trabajo y en la perseverancia sin límites. Su
discurso enaltece la autonomía y el individualismo frente a la dominación del
aparato estatal que utiliza las políticas sociales para someter a los
ciudadanos. Todos tendrán éxito basados exclusivamente en sus esfuerzos
personales y él es un ejemplo vivo del hombre que triunfó en base a estos
preceptos. Todo es mentira, pero la gente le cree y lo sigue, especialmente los
jóvenes que ven en Marcal un modelo a seguir, como muchos jóvenes argentinos se
inspiran en el delirio “libertario” capitalista de Milei.
Para esta clase
política tradicional lo mejor que podría suceder es que Marçal sea procesado y
condenado por alguna de las 129 acusaciones en su contra que se encuentran en
el ámbito de la Justicia Electoral, lo que lo transformaría en inelegible por
los próximos ocho años, lo cual lo apartaría del tablero electoral, por lo
menos, hasta el año 2032.
Sin embargo, esta es
una solución ilusoria ya que el problema se encuentra en que figuras que se
proyectan desde fuera de la clase política como Bolsonaro o Marçal van a seguir
brotando y alimentándose a partir de las frustraciones de la población, de la
precarización del empleo, de la violencia y la inseguridad cotidiana, de la
falta de oportunidades, de la falencia de los servicios públicos, de los
problemas de movilidad urbana, de la incertidumbre y los miedos sobre el futuro
y un largo etcétera. Mientras los gobiernos centrales, regionales y locales no
se hagan cargo de las carencias y desgracias provocadas por mala gestión y la corrupción,
las probabilidades de que surjan nuevas respuestas mesiánicas solo se perpetuarán
a través del tiempo.
En ese sentido, los
partidos y agrupaciones de izquierda deben convencer a la población de que sus
propuestas y proyectos para alterar este escenario de desigualdad, iniquidad y
exclusión pueden concretizarse. Para lograr impulsar tales transformaciones la
izquierda no necesita y no debe abdicar de su agenda y de sus principios. ¿Hasta
dónde la izquierda tratando de construir alianzas amplias puede renegar de las
plataformas en torno a sus ideales más caros de justicia social, inclusión y
dignidad para el conjunto de ciudadanos y ciudadanas?
Hace cinco décadas
aproximadamente, Enrico Berlinguer señalaba – a partir de la abortada vía
chilena al socialismo- que dicha experiencia servía para reflexionar sobre el
hecho de que, “para hacer grandes reformas, se requieren grandes alianzas”. El
problema es que muchas veces tales pactos de gobernabilidad terminan por
contaminar los proyectos estratégicos de la izquierda, retardando e
inviabilizando los cambios y las tareas contenidas en los programas de gobierno.
La pretensión de
llegar a superávit fiscal a partir de un ajuste de las cuentas públicas implementado
por el Ministerio de Hacienda, ha provocado un abandono de los programas
sociales con mayor impacto en la población más carente. El gasto social en un
país con grandes bolsones de pobreza e inequidad, representa una herramienta
fundamental para otórgale a sus habitantes la noción de ciudadanía y, por esa
vía, incorporarlos como sujetos políticos activos en la construcción de un
proyecto de transformación.
Dichos cambios
tampoco deben ser restringidos a las condiciones materiales de vida de la
población, la izquierda también debe crear las condiciones para que se
produzcan cambios culturales, en el campo de las relaciones interpersonales y
sociales, en la búsqueda de vínculos de solidaridad y cooperación, en el
reconocimiento y respeto a lo diferente, en la construcción de un destino
compartido. No es que las necesidades económicas no interesen, pero también hay
que imprimirle una pasión ética y moral a la lucha por un mundo mejor.
Por cierto, nada de
esto es fácil. Pero no se puede dejar que la derecha tome la iniciativa en esta
arremetida conservadora que va cubriendo y contaminando la vida cotidiana con
sus pautas retrógradas. Con una mirada decimonónica combinada con los múltiples
recursos que permiten las tecnologías de la comunicación, la derecha y la
ultraderecha han conseguido ir dominando el debate sobre el aborto, el
divorcio, las temáticas de género y diversidad sexual, los problemas
medioambientales y la seguridad ciudadana, entre otros.
La izquierda debe reasumir el protagonismo que tuvo a comienzos de este siglo y no abjurar de su ideario y sus luchas por mejorar la vida del pueblo, generar condiciones efectivas para que las personas vivan con dignidad, trabajen y recuperen sus derechos. Y ello no debe ser pensado solamente para un nuevo ciclo electoral, sino que proyectando su enorme caudal histórico de combate a la desigualdad y la injusticia que le permitan –sin complejos y sentimientos de culpa- reencantar y movilizar a la población en torno de un programa que aspire a mejorar la vida de las grandes mayorías. Si cerramos la puerta a este desafío, el futuro nos pasará la cuenta.
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