El Diário (Espanha)
Trump ha sabido aprovechar como nadie la
impotencia de la política democrática y las oportunidades que ofrece el nuevo
sistema mediático. En este contexto, no es casualidad que Nayib Bukele sea
ahora uno de los líderes de moda
Cada vez que el Partido Demócrata pierde unas
elecciones en Estados Unidos, resurge el debate sobre sus dificultades para
conectar con los sentimientos e inquietudes del norteamericano medio. Desde la
presidencia de Bill Clinton en los años noventa, quedó claro que el partido
había adoptado un nuevo paradigma: la aceptación de las políticas económicas
neoliberales como único camino viable. Este giro relegó la lucha por la
igualdad como eje central del programa demócrata, que había definido su
identidad desde el New Deal y, especialmente, durante la presidencia de Lyndon
Johnson en los años sesenta.
Comparar las políticas y discursos de aquella época, marcados por la Gran Sociedad y una agenda redistributiva, con las de los demócratas a partir de los noventa evidencia la derechización del espectro político estadounidense. Dicha evolución no solo distanció al partido de las clases populares, sino que contribuyó a un replanteamiento de la identidad progresista en favor de un enfoque más tecnocrático y centrado en las élites urbanas. Del mismo modo que Margaret Thatcher afirmó en 2002 que su mayor logro político había sido Tony Blair y el nuevo laborismo, Ronald Reagan bien podría haber dicho lo mismo respecto a Clinton.
En las últimas décadas, aunque los demócratas
han logrado representar con bastante éxito a las minorías étnicas,
históricamente marginadas, se han convertido sobre todo en el partido de lo que
Richard Florida denomina la “clase creativa”: un grupo socioeconómico acomodado
y altamente educado que predomina en las grandes ciudades. Esta transformación
ha dejado al establishment demócrata atrapado en una suerte de torre de marfil,
alejado de las clases trabajadoras blancas que constituían la base de su apoyo.
Es cierto que dentro de la población
trabajadora estadounidense siempre ha existido un segmento significativo con
valores profundamente conservadores, donde el racismo, el machismo y otros
prejuicios han tenido mucho peso. Ignorar esta realidad sería una
simplificación ingenua de la lucha de clases. Sin embargo, tantos años de
tolerancia y legitimación de una desigualdad económica creciente, combinados
con un progresismo identitario que segmenta a la ciudadanía por criterios
étnicos y culturales, renunciando a un enfoque más integrador basado en el
pueblo o la clase, y un patrón de desarrollo económico que concentra la
prosperidad en las metrópolis integradas en la economía global, han potenciado
el crecimiento de las posiciones reaccionarias. Mientras los “emprendedores” y
multimillonarios son glorificados como una especie de casta superior, cuya
riqueza despierta más admiración que escándalo, para amplios sectores de las
clases medias y bajas, la principal línea divisoria de la sociedad ya no se
traza entre el capital y el trabajo, entre grandes empresarios y trabajadores,
sino entre blancos y minorías étnicas, o entre asalariados y autónomos frente a
inmigrantes percibidos como “privilegiados” por las ayudas públicas.
El divorcio entre las élites progresistas y
los estadounidenses blancos con menos capital cultural y económico,
especialmente aquellos de las medianas y pequeñas ciudades y de las zonas
rurales, es ahora tan pronunciado que, a juzgar por algunas reacciones, la
nueva victoria de Trump significaría poco menos que la llegada de los
“bárbaros” procedentes de la América profunda, dispuestos para el saqueo
definitivo de Washington. Con todo, en un contexto donde el populismo de
izquierda ha estado ausente durante décadas —pese a su relevancia histórica en
regiones como el Midwest, ahora convertido en bastión republicano desde hace
años—, y con la socialdemocracia abandonada por quienes estaban llamados a
defenderla, ¿qué podía impedir que una parte mayoritaria de los trabajadores
blancos del interior encontraran en el nacionalismo conservador y en el
cristianismo evangélico su principal marco ideológico y fuente de identidad
colectiva? Diversos agentes del populismo de derechas, como el Tea Party, Fox
News, Tucker Carlson y por supuesto Donald Trump, han sabido explotar
hábilmente la sensación de desdén y abandono que muchos de estos sectores
percibían por parte del Partido Demócrata, canalizando su descontento hacia un
resentimiento dirigido a las élites progresistas, centrado en cuestiones
culturales y de estilo de vida.
No se puede negar que Joe Biden, consciente
de la peligrosidad de este escenario, ha tratado durante su mandato de
beneficiar a las clases trabajadoras y reforzar a los sindicatos. Sus políticas
keynesianas, como el American Rescue Plan de 1,9 billones de dólares, la Ley de
Infraestructura Bipartidista de 1,2 billones de dólares y la Ley de Reducción
de la Inflación asignaron enormes cantidades de dinero a ayudas directas a los
trabajadores y a proyectos de infraestructura, energía verde y modernización
tecnológica, creando empleos y mejorando las condiciones laborales de amplios
sectores. Estos paquetes de estímulo económico y gasto público masivos, así
como sus gestos hacia los sindicatos, convierten a su Gobierno en el más a la
izquierda del siglo XXI en Estados Unidos. Sin embargo, dichas medidas no
fueron suficientes para que los demócratas pudieran renovar la confianza de los
ciudadanos. El estancamiento de los salarios reales por culpa de la inflación y
la precipitada candidatura de Kamala Harris ciertamente contribuyeron a ello.
Pero más allá de estas circunstancias inmediatas, es esencial entender dos
procesos estructurales que condicionan profundamente el panorama político: la
incapacidad creciente de la política democrática para repercutir en las vidas
cotidianas y la fragmentación del espacio comunicativo, que dificulta al máximo
la conexión entre las políticas reales y los relatos que llegan al
público.
Por un lado, en los últimos años se ha
agudizado lo que Sánchez-Cuenca denominó como la impotencia de la política
democrática. Nos encontramos con gobiernos cada vez menos efectivos a la hora
de incidir en las dinámicas sociales y económicas que afectan a la ciudadanía.
La existencia de poderosos actores externos al proceso democrático, como fondos
de inversión, grandes empresas, entidades supranacionales de carácter
tecnocrático y plataformas tecnológicas globales, ha reducido drásticamente el
alcance y el margen de maniobra de los gobiernos. Casi todos los poderes que
determinan nuestras vidas son privados y ni siquiera enormes planes de gasto
público parecen tener el impacto suficiente para contrarrestar esta
realidad.
En una era de gran incertidumbre, esta
debilidad de la democracia genera frustración entre los ciudadanos, quienes
perciben que los políticos no responden a su necesidad de dotar de cierta
seguridad y estabilidad a sus proyectos vitales, de ahí que estemos asistiendo
una y otra vez a que los partidos en el gobierno tengan tantas dificultades
para renovar sus mandatos. La política, que desde los antiguos ha sido el
espacio donde se definen y articulan las metas colectivas, es ahora un barco
sin timón, incapaz de resistir las corrientes de fuerzas globales,
predominantemente económicas y financieras, que escapan a su control. ¿Qué
puede hacer la política para garantizar el acceso a la vivienda en medio de un
mercado desregulado con gran presencia de megatenedores privados como bancos y
fondos de inversión? ¿Cómo puede asegurar la protección social ante un sistema
laboral precario, con empleos cada vez más inestables y mal remunerados? Ni
siquiera desde la Casa Blanca, donde aparentemente reside la persona más poderosa
del planeta, es posible revertir esta impotencia.
Por otro lado, nos encontramos con la
transformación que ha experimentado en los últimos veinte años el sistema
mediático. El auge de los medios digitales y las redes sociales ha fragmentado
en mil pedazos el espacio comunicativo común que existía hasta su aparición.
Sin idealizar aquel modelo, que era profundamente jerárquico y restrictivo, la
existencia de unos cuantos medios de referencia, con intelectuales y líderes
mediáticos que emanaban una gran autoridad, permitía vertebrar diferentes
corrientes ideológicas sobre una base compartida. Hoy, la creación de burbujas
estancas de opinión alimentadas por algoritmos opacos, hacen inviable la
existencia de un ágora colectiva donde se desarrolle un debate democrático
digno de tal nombre. Y esta situación constituye un problema mucho más agudo en
Estados Unidos que en otros lugares.
Como consecuencia de ello, el abismo entre la
política real, entendida como gestión efectiva, y la política comunicativa,
nunca había sido tan grande como en la actualidad. Una disociación muy
peligrosa, porque permite la creación de realidades alternativas que nada
tienen que ver con los hechos, lo que elimina cualquier vestigio de
racionalidad en la conversación pública y rompe toda lógica de rendición de
cuentas. Basta con observar el personal que está eligiendo Trump para su nuevo
gabinete, caracterizado por un perfil claramente comunicativo, para comprender
hacia dónde van los tiros. Trump ha sabido aprovechar como nadie la impotencia
de la política democrática y las oportunidades que ofrece el nuevo sistema
mediático. Es, sin duda, el demagogo más exitoso de la historia de Estados
Unidos, sumamente astuto en el arte de convertir la frustración de
millones de ciudadanos en una atractiva narrativa antipolítica. Su estrategia
se alinea con una tendencia global hacia líderes que prometen soluciones
rápidas y contundentes, donde la separación de poderes y los límites del constitucionalismo
liberal son vistos como reliquias inútiles de un pasado incapaz de responder a
los desafíos actuales.
En este contexto, no es casualidad que Nayib
Bukele sea ahora uno de los líderes de moda, con unos niveles de aprobación en
El Salvador y otras latitudes, totalmente fuera de lo común en estos tiempos de
gobiernos efímeros. Aunque sus resultados en áreas clave como la igualdad o
reducción de la pobreza han sido decepcionantes, su capacidad para demostrar
que la política puede funcionar, como lo ha hecho en su lucha contra las maras,
junto con su habilidad para capitalizar comunicativamente ese éxito, lo han
convertido en un referente a nivel global. El hecho de que, según diversos
índices y organizaciones internacionales, las instituciones salvadoreñas se
hayan degradado hasta el punto de ser consideradas hoy una “democracia híbrida”
parece importar poco en esta época de retorno de dioses fuertes. Sustituyan a
las maras por los inmigrantes ilegales, y pronto veremos con claridad que este
es el modelo que Donald Trump pretende aplicar en Estados Unidos: una política
espectáculo cuyas consecuencias a largo plazo son imprevisibles, y que, como en
el caso salvadoreño, conducirá inevitablemente a un peligroso retroceso de los
derechos humanos y la democracia.
2 comentários:
Uma boa reflexão do mundo em que vivemos, a partir da sociedade americana. Havendo ainda de destacar o funcionamento do complexo industrial militar nos eua, da otan e as guerras em curso no mundo. A PAZ, deve ser perseguida, como fundamento da sustentabilidade humana no planeta.
Excelente análise da atual situação mundial.
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