domingo, 8 de dezembro de 2024

Degradación de la política en el siglo XXI: de la impotencia al espectáculo - Daniel Fernández

El Diário (Espanha)

Trump ha sabido aprovechar como nadie la impotencia de la política democrática y las oportunidades que ofrece el nuevo sistema mediático. En este contexto, no es casualidad que Nayib Bukele sea ahora uno de los líderes de moda 

Cada vez que el Partido Demócrata pierde unas elecciones en Estados Unidos, resurge el debate sobre sus dificultades para conectar con los sentimientos e inquietudes del norteamericano medio. Desde la presidencia de Bill Clinton en los años noventa, quedó claro que el partido había adoptado un nuevo paradigma: la aceptación de las políticas económicas neoliberales como único camino viable. Este giro relegó la lucha por la igualdad como eje central del programa demócrata, que había definido su identidad desde el New Deal y, especialmente, durante la presidencia de Lyndon Johnson en los años sesenta. 

Comparar las políticas y discursos de aquella época, marcados por la Gran Sociedad y una agenda redistributiva, con las de los demócratas a partir de los noventa evidencia la derechización del espectro político estadounidense. Dicha evolución no solo distanció al partido de las clases populares, sino que contribuyó a un replanteamiento de la identidad progresista en favor de un enfoque más tecnocrático y centrado en las élites urbanas. Del mismo modo que Margaret Thatcher afirmó en 2002 que su mayor logro político había sido Tony Blair y el nuevo laborismo, Ronald Reagan bien podría haber dicho lo mismo respecto a Clinton. 

En las últimas décadas, aunque los demócratas han logrado representar con bastante éxito a las minorías étnicas, históricamente marginadas, se han convertido sobre todo en el partido de lo que Richard Florida denomina la “clase creativa”: un grupo socioeconómico acomodado y altamente educado que predomina en las grandes ciudades. Esta transformación ha dejado al establishment demócrata atrapado en una suerte de torre de marfil, alejado de las clases trabajadoras blancas que constituían la base de su apoyo. 

Es cierto que dentro de la población trabajadora estadounidense siempre ha existido un segmento significativo con valores profundamente conservadores, donde el racismo, el machismo y otros prejuicios han tenido mucho peso. Ignorar esta realidad sería una simplificación ingenua de la lucha de clases. Sin embargo, tantos años de tolerancia y legitimación de una desigualdad económica creciente, combinados con un progresismo identitario que segmenta a la ciudadanía por criterios étnicos y culturales, renunciando a un enfoque más integrador basado en el pueblo o la clase, y un patrón de desarrollo económico que concentra la prosperidad en las metrópolis integradas en la economía global, han potenciado el crecimiento de las posiciones reaccionarias. Mientras los “emprendedores” y multimillonarios son glorificados como una especie de casta superior, cuya riqueza despierta más admiración que escándalo, para amplios sectores de las clases medias y bajas, la principal línea divisoria de la sociedad ya no se traza entre el capital y el trabajo, entre grandes empresarios y trabajadores, sino entre blancos y minorías étnicas, o entre asalariados y autónomos frente a inmigrantes percibidos como “privilegiados” por las ayudas públicas. 

El divorcio entre las élites progresistas y los estadounidenses blancos con menos capital cultural y económico, especialmente aquellos de las medianas y pequeñas ciudades y de las zonas rurales, es ahora tan pronunciado que, a juzgar por algunas reacciones, la nueva victoria de Trump significaría poco menos que la llegada de los “bárbaros” procedentes de la América profunda, dispuestos para el saqueo definitivo de Washington. Con todo, en un contexto donde el populismo de izquierda ha estado ausente durante décadas —pese a su relevancia histórica en regiones como el Midwest, ahora convertido en bastión republicano desde hace años—, y con la socialdemocracia abandonada por quienes estaban llamados a defenderla, ¿qué podía impedir que una parte mayoritaria de los trabajadores blancos del interior encontraran en el nacionalismo conservador y en el cristianismo evangélico su principal marco ideológico y fuente de identidad colectiva? Diversos agentes del populismo de derechas, como el Tea Party, Fox News, Tucker Carlson y por supuesto Donald Trump, han sabido explotar hábilmente la sensación de desdén y abandono que muchos de estos sectores percibían por parte del Partido Demócrata, canalizando su descontento hacia un resentimiento dirigido a las élites progresistas, centrado en cuestiones culturales y de estilo de vida. 

No se puede negar que Joe Biden, consciente de la peligrosidad de este escenario, ha tratado durante su mandato de beneficiar a las clases trabajadoras y reforzar a los sindicatos. Sus políticas keynesianas, como el American Rescue Plan de 1,9 billones de dólares, la Ley de Infraestructura Bipartidista de 1,2 billones de dólares y la Ley de Reducción de la Inflación asignaron enormes cantidades de dinero a ayudas directas a los trabajadores y a proyectos de infraestructura, energía verde y modernización tecnológica, creando empleos y mejorando las condiciones laborales de amplios sectores. Estos paquetes de estímulo económico y gasto público masivos, así como sus gestos hacia los sindicatos, convierten a su Gobierno en el más a la izquierda del siglo XXI en Estados Unidos. Sin embargo, dichas medidas no fueron suficientes para que los demócratas pudieran renovar la confianza de los ciudadanos. El estancamiento de los salarios reales por culpa de la inflación y la precipitada candidatura de Kamala Harris ciertamente contribuyeron a ello. Pero más allá de estas circunstancias inmediatas, es esencial entender dos procesos estructurales que condicionan profundamente el panorama político: la incapacidad creciente de la política democrática para repercutir en las vidas cotidianas y la fragmentación del espacio comunicativo, que dificulta al máximo la conexión entre las políticas reales y los relatos que llegan al público. 

Por un lado, en los últimos años se ha agudizado lo que Sánchez-Cuenca denominó como la impotencia de la política democrática. Nos encontramos con gobiernos cada vez menos efectivos a la hora de incidir en las dinámicas sociales y económicas que afectan a la ciudadanía. La existencia de poderosos actores externos al proceso democrático, como fondos de inversión, grandes empresas, entidades supranacionales de carácter tecnocrático y plataformas tecnológicas globales, ha reducido drásticamente el alcance y el margen de maniobra de los gobiernos. Casi todos los poderes que determinan nuestras vidas son privados y ni siquiera enormes planes de gasto público parecen tener el impacto suficiente para contrarrestar esta realidad. 

En una era de gran incertidumbre, esta debilidad de la democracia genera frustración entre los ciudadanos, quienes perciben que los políticos no responden a su necesidad de dotar de cierta seguridad y estabilidad a sus proyectos vitales, de ahí que estemos asistiendo una y otra vez a que los partidos en el gobierno tengan tantas dificultades para renovar sus mandatos. La política, que desde los antiguos ha sido el espacio donde se definen y articulan las metas colectivas, es ahora un barco sin timón, incapaz de resistir las corrientes de fuerzas globales, predominantemente económicas y financieras, que escapan a su control. ¿Qué puede hacer la política para garantizar el acceso a la vivienda en medio de un mercado desregulado con gran presencia de megatenedores privados como bancos y fondos de inversión? ¿Cómo puede asegurar la protección social ante un sistema laboral precario, con empleos cada vez más inestables y mal remunerados? Ni siquiera desde la Casa Blanca, donde aparentemente reside la persona más poderosa del planeta, es posible revertir esta impotencia. 

Por otro lado, nos encontramos con la transformación que ha experimentado en los últimos veinte años el sistema mediático. El auge de los medios digitales y las redes sociales ha fragmentado en mil pedazos el espacio comunicativo común que existía hasta su aparición. Sin idealizar aquel modelo, que era profundamente jerárquico y restrictivo, la existencia de unos cuantos medios de referencia, con intelectuales y líderes mediáticos que emanaban una gran autoridad, permitía vertebrar diferentes corrientes ideológicas sobre una base compartida. Hoy, la creación de burbujas estancas de opinión alimentadas por algoritmos opacos, hacen inviable la existencia de un ágora colectiva donde se desarrolle un debate democrático digno de tal nombre. Y esta situación constituye un problema mucho más agudo en Estados Unidos que en otros lugares. 

Como consecuencia de ello, el abismo entre la política real, entendida como gestión efectiva, y la política comunicativa, nunca había sido tan grande como en la actualidad. Una disociación muy peligrosa, porque permite la creación de realidades alternativas que nada tienen que ver con los hechos, lo que elimina cualquier vestigio de racionalidad en la conversación pública y rompe toda lógica de rendición de cuentas. Basta con observar el personal que está eligiendo Trump para su nuevo gabinete, caracterizado por un perfil claramente comunicativo, para comprender hacia dónde van los tiros. Trump ha sabido aprovechar como nadie la impotencia de la política democrática y las oportunidades que ofrece el nuevo sistema mediático. Es, sin duda, el demagogo más exitoso de la historia de Estados Unidos, sumamente astuto en el arte de convertir la frustración de millones de ciudadanos en una atractiva narrativa antipolítica. Su estrategia se alinea con una tendencia global hacia líderes que prometen soluciones rápidas y contundentes, donde la separación de poderes y los límites del constitucionalismo liberal son vistos como reliquias inútiles de un pasado incapaz de responder a los desafíos actuales. 

En este contexto, no es casualidad que Nayib Bukele sea ahora uno de los líderes de moda, con unos niveles de aprobación en El Salvador y otras latitudes, totalmente fuera de lo común en estos tiempos de gobiernos efímeros. Aunque sus resultados en áreas clave como la igualdad o reducción de la pobreza han sido decepcionantes, su capacidad para demostrar que la política puede funcionar, como lo ha hecho en su lucha contra las maras, junto con su habilidad para capitalizar comunicativamente ese éxito, lo han convertido en un referente a nivel global. El hecho de que, según diversos índices y organizaciones internacionales, las instituciones salvadoreñas se hayan degradado hasta el punto de ser consideradas hoy una “democracia híbrida” parece importar poco en esta época de retorno de dioses fuertes. Sustituyan a las maras por los inmigrantes ilegales, y pronto veremos con claridad que este es el modelo que Donald Trump pretende aplicar en Estados Unidos: una política espectáculo cuyas consecuencias a largo plazo son imprevisibles, y que, como en el caso salvadoreño, conducirá inevitablemente a un peligroso retroceso de los derechos humanos y la democracia.

2 comentários:

Anônimo disse...

Uma boa reflexão do mundo em que vivemos, a partir da sociedade americana. Havendo ainda de destacar o funcionamento do complexo industrial militar nos eua, da otan e as guerras em curso no mundo. A PAZ, deve ser perseguida, como fundamento da sustentabilidade humana no planeta.

Anônimo disse...

Excelente análise da atual situação mundial.