¿Cuantos más necesitan morir para que esta guerra acabe?
Marielle Franco, un día antes de ser asesinada
En la última semana, tres masacres
cometidas por miembros de la Policía Militar y la Policía Civil de los Estados
de Sao Paulo, Rio de Janeiro y Bahía, pusieron nuevamente en discusión la
fuerza desmedida de que hacen uso las fuerzas policiales del país. Hasta el
momento, por lo menos 45 personas fueron ultimadas en operaciones realizadas en
esos Estados, aunque el número puede subir de acuerdo a defensores de los
Derechos Humanos que siguen recabando informaciones sobre las víctimas. [1]
En los tres casos, por relatos de habitantes de esas comunidades se sabe de situaciones en que pobladores y trabajadores desarmados fueron fusilados sumariamente por la policía, sin derecho a legítima y amplia defensa. Solo en la ciudad de Rio de Janeiro, en lo que va de este año se han producido 33 masacres en favelas y áreas periféricas con 125 personas fallecidas. El perfil de la mayoría de los muertos o presos en estos “enfrentamientos” es el mismo: son jóvenes, pobres y negros.
El 6 de mayo de 2021, una tropa de la
policía civil de Río de Janeiro entró en la comunidad de Jacarezinho y mató a
27 moradores, todos hombres jóvenes, negros y pobres. Según consta en las
investigaciones posteriores, la mayoría de estas personas fue ejecutada
sumariamente, con disparos en la nuca después de haberse rendido (La banalización de la muerte y la masacre de
los pobres).
Algunos casos tienen mayor cobertura
periodística, como fue el desaparecimiento en julio del 2013 de Amarildo de
Souza desde el interior de una Unidad de la Policía Pacificadora (UPP) en la
favela de la Rocinha[2]
o el más reciente asesinato de un conductor de motocicleta en Alagoas,
Genivaldo Jesus dos Santos, quien fue asfixiado por una bomba lacrimógena
lanzada dentro del portaequipaje del furgón de la Policía Rodoviaria Federal
(PRF), cuando este ya se encontraba esposado dentro del vehículo.[3]
Esta enorme letalidad plantea
seriamente la discusión sobre el carácter violento y extralegal que promueve el
Estado brasileño para enfrentar a aquellos grupos o individuos que considera
“criminales”. Es decir, dicho Estado se ha caracterizado por haber ejercido una
violencia permanente sobre las poblaciones más pobres y vulnerables. La
secuencia sostenida de asesinatos y masacres provocadas por agentes del Estado
durante el gobierno de Bolsonaro, solo vino a confirmar la dimensión de cuanto
se encuentra enquistado en el aparato público el desprecio por la vida de
pobres, negros e indígenas.
En el primer año de gobierno del ex
capitán, fueron más de 47 mil muertes violentas en el país, de las cuales el
perfil de la mayoría de los fallecidos era similar, 74% de ellos eran negros
que residían en áreas pobres y la mitad tenía entre 15 y 29 años. Aun cuando
una parte de los fallecidos en estas acciones se encuentra vinculado con
actividades de tráfico de drogas, ellos forman parte de una estadística entre
aquellos que fueron ejecutados por la policía y agentes de seguridad sin
derecho a un juicio previo. Pero, además muchas de las muertes corresponden indudablemente
a personas inocentes que fueron ejecutadas por causa de una simple sospecha o porque
fueron alcanzadas por las llamadas balas perdidas.
Esta “incompetencia” de las Policías de
Rio de Janeiro ya fue contabilizada por investigadores de la Universidad
Federal Fluminense (UFF) que analizaron 11.323 operaciones en el Estado durante
los últimos 15 años, llegando a la conclusión que, del número total de muertos,
heridos y presos, en el 85 por ciento de estos casos las acciones fueron
ineficientes o directamente desastrosas.
El mismo informe apunta que “las actuaciones policiales pueden ciertamente ser impulsadas por la emoción y, consecuentemente, por motivaciones que pueden extrapolar los límites del deber funcional de los policiales”. Lo anterior solo viene a confirmar la falta de preparación que poseen dichos agentes en muchos aspectos de su formación profesional.
La violencia policial desde la formación del Estado brasileño
En su análisis del Estado moderno, Max
Weber definía tal Estado como una asociación de dominación con carácter
institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un
determinado territorio la violencia física legitima como medio de dominación.
Dicho Estado, por lo tanto, se encontraría avalado por la aceptación de la
ciudadanía para ejercer el uso exclusivo de la violencia a partir de la
legitimidad que le otorgaría la propia población que decide voluntariamente obedecer
a este poder por un fin superior de la sociedad.
Entonces surge la siguiente
interrogante: ¿Cuál es la legitimidad que posee un Estado que traiciona la
confianza de sus ciudadanos cuando reprime a los grupos más desprotegidos? En
rigor, lejos de cumplir y respetar este compromiso con los habitantes del país,
el Estado brasileño se ha constituido desde sus orígenes como un Estado
policial, represivo, miliciano y autoritario, destinado a aplicar una violencia
desmesurada e intencional sobre sus poblaciones más pobres y vulnerables. Desde
los tiempos del descubrimiento, las agencias de seguridad del Estado se han
encargado de criminalizar y masacrar a los pobres, como ha sido estudiado y
documentado por centenas de trabajos relativos a la violencia policial durante
el Brasil Colonial, Imperial y Republicano.
A fines del siglo XIX los primeros
asentamientos urbanos ubicados en los morros recibieron el nombre de “barrios
africanos” y posteriormente de favelas.
Con la aparición de las favelas más
modernas a comienzos de los años setenta, estas áreas de la ciudad fueron
consideradas un verdadero caldo de cultivo de violencia y criminalidad. El
proceso de producción de los espacios de la favela fue tradicionalmente marcado
por la oposición entre el mundo de la sana convivencia del asfalto (ciudad
baja) y el mundo conflictivo y peligroso de los morros, foco de la criminalidad
y la delincuencia.
Por lo mismo, las favelas han sido identificadas durante mucho tiempo como zonas
dominadas por el miedo y por prácticas ilegales que es necesario combatir con excesivo
y ejemplar rigor. Entonces, las policías fueron preparadas durante décadas para
considerar a los habitantes de estas comunidades como enemigos de la Patria. Ni
siquiera el Proyecto de las Unidades de la Policía Pacificadoras (UPP) logró superar
esta visión de que las favelas son un espacio de terror que incuba un “enemigo
interno”, reproduciendo al final el mismo padrón represivo utilizado históricamente como mecanismo de control y sumisión por
la Policía Militar.
El aumento de la pobreza, la
disminución de las garantías laborales y sociales, la fragilización del empleo
y, en general, la precarización de la vida impulsados por el neoliberalismo
salvaje solo ha provocado una profundización de las condiciones de
sobrevivencia de la población brasileña, especialmente claro, de los habitantes
más vulnerable del país. La respuesta del Estado frente este escenario ha sido
la instalación de mayores grados de vigilancia y represión sobre estas
comunidades, asociando a sus habitantes –especialmente los más jóvenes- a
potenciales criminales.[4]
Frente a los “excesos” de la Policía,
las autoridades responden con la impunidad de los victimarios, cuando no con la
displicencia de sus instituciones. Ello porque para el Estado brasileño -desde
hace muchos años-, el combate a los pobres pasó a ser el combate de los pobres por
medio de la penalización, la cárcel o el asesinato. Como certeramente nos
advierte Loïc Wacquant, “la penalización funciona como una técnica para la
invisibilización de los problemas sociales que el Estado ya no puede o no
quiere tratar desde sus causas, y la cárcel actúa como un contenedor judicial
donde se arrojan los desechos humanos de la sociedad de mercado”.
Y el asesinato, diríamos, opera como una
estrategia del terror para propagar el miedo y la subordinación incondicional
al Estado y a los designios del mercado entre la población más pobre. La
consigna repetida incansables veces por la extrema derecha de que “bandido
bueno es bandido muerto” se internalizó en las instituciones policiales y su consiguiente
huella mortífera que se sigue arrastrando por el territorio brasileño hasta el
presente momento.
¿Qué respuesta pueden dar las instituciones del Estado Democrático de Derecho y la propia sociedad? Quizás esta sea la hora más precisa para que el actual gobierno transforme sustancialmente esta realidad macabra que continúa perpetuándose al interior de las fuerzas de seguridad, muchas veces con el respaldo o la omisión aberrante del sistema judicial amparado por un ficticio Estado Democrático de Derecho. Y, por cierto, también el conjunto de la sociedad brasileña deberá desempeñar un papel protagónico en la denuncia permanente y en el enfrentamiento movilizado contra las acciones de estas policías que siguen escudándose en la displicencia de los ciudadanos, así como también continúan refugiándose en la impunidad que otorgan las instituciones del Estado.
[1] Las masacres fueron
realizadas en las localidades de Guarujá en el litoral paulista (15 muertes) en
Camacari, Salvador e Itatim en el Estado de Bahía (20 muertes) y en el Complexo da Penha, zona Norte de Rio de
Janeiro (10 muertes).
[2] Después de una ardua
investigación, en 2016, fueron condenados 12 de los 25 policías militares
involucrados en el desaparecimiento y muerte de Amarildo de Souza, por los
crímenes de tortura seguida de muerte, ocultación de cadáver y fraude procesal.
Hasta ahora el cuerpo de Amarildo se encuentra desaparecido y la información
que se tiene en la actualidad es que él fue carbonizado y sus cenizas
esparcidas en un sector de la floresta próxima a la favela Rocinha. Algunos de los policías sentenciados ya obtuvieron su
libertad por medio de Habeas Corpus aceptados por la Justicia.
[3] El asesinato de
Ginivaldo impactó a todos por la crueldad infringida contra un prisionero
completamente reducido y sin medios de defensa, y el cinismo de los policiales
que negaron hasta último momento la detonación de la bomba dentro del carro
policial, lo cual fue desmentido por las cámaras que filmaron toda la acción
criminal de los miembros de la PRF.
[4] Mientras escribo
estas líneas, he leído con estupefacción, sobre el asesinato de un niño de 13
años a manos de la Policial Militar, que luego de estar herido en el suelo, ha
sido rematado –según testigos- con un tiro en la cabeza. Este crimen alevoso fue
cometido en el barrio de Ciudad de Dios, el mismo que fue conocido mundialmente
a través de la película del mismo nombre.
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