Marcos Novaro,
Centro de Investigaciones Políticas - Argentina
Hay algo de cierto en lo que dicen los oficialistas de países como Venezuela y Bolivia (en lo que se revela sin embargo no que ellos tengan la solución para los problemas de esos sistemas políticos, sino más bien la gravedad de la situación que los gobiernos que apoyan han generado en ellos): ser opositor ha quedado asociado en la opinión mayoritaria venezolana y boliviana con ser rico, blanco, pronorteamericano, liberal, más o menos elitista, o reunir varias de esas características, en suma, es estar condenado a ser minoría. Por tanto, el juego democrático ha quedado allí bloqueado, o peor, se vuelve finalmente un juego imposible: las mayorías se han tornado más y más irrespetuosas de los derechos de las minorías, al mismo tiempo que, a raíz de ello o estimulándolo, o las dos cosas a la vez, éstas se volvían más escépticas respecto a la utilidad y la legitimidad de las vías electorales para acceder y ejercer el poder. Por esta vía, se evoluciona a paso firme hacia regímenes híbridos, “semidemocracias”, o directamente hacia el autoritarismo.
Hay buenos motivos para dudar de que esto pueda replicarse en Argentina. Ante todo es fácil comprobar que, por más que el kirchnerismo ha venido recurriendo a la polarización populista, no logró con ello éxitos comparables a los alcanzados en sus países por Evo Morales y Hugo Chávez. Incluso puede decirse que intentar ese camino ha contribuido en gran medida a su actual debilitamiento. Sin embargo, existen muchos intelectuales oficialistas que promueven una visión radicalmente populista de las cosas, o porque creen que revela la esencia de los conflictos que el país tiene que resolver, o porque creen que hacer que ellos se acomoden a esa idea es el único camino para recuperar el favor de la mayoría (que reconocen así, implícitamente, se ha perdido). A la luz de los discursos con que Néstor y Cristina han encarado la campaña, y de algunas de las medidas de gobierno que vienen impulsando, lo menos que se puede decir es que esta radicalización populista ejerce una influencia nada despreciable en la cúpula oficial. Pareciera incluso que a medida que las “amenazas” que les plantean los opositores, los grupos de interés y los actores externos se vuelven más serias para su supervivencia, la reacción natural en el oficialismo es abroquelarse en torno a estas ideas, que le permiten, si no triunfar en las batallas que tienen por delante, al menos encararlas con exaltado heroísmo.
Parafraseando a Napoleón, actuar así es peor que un crimen, es un grave error político. Pero las ideologías funcionan así: les dejan ver a quienes las abrazan sólo aquello que confirma sus premisas, y les permiten ignorar datos “duros” y molestos de la realidad. Un buen ejemplo de cómo funcionan estos mecanismos en el oficialismo lo ha brindado en estos días Ernesto Laclau, convertido en máximo ideólogo kirchnerista en los últimos tiempos, y proveedor de una supuesta solidez conceptual y de cierto glamour académico a todos aquellos que trabajan para sostener la tesis de la radicalización populista. En un intenso raid en los medios de comunicación, Laclau se esmeró en demostrar teóricamente que el populismo no puede ser una amenaza a la democracia porque expresa la voluntad de las masas empobrecidas, y en cambio sí la amenazan los intereses de los ricos, por definición minoritarios, y las ideas que ellos promueven, las del neoliberalismo.
Centro de Investigaciones Políticas - Argentina
Hay algo de cierto en lo que dicen los oficialistas de países como Venezuela y Bolivia (en lo que se revela sin embargo no que ellos tengan la solución para los problemas de esos sistemas políticos, sino más bien la gravedad de la situación que los gobiernos que apoyan han generado en ellos): ser opositor ha quedado asociado en la opinión mayoritaria venezolana y boliviana con ser rico, blanco, pronorteamericano, liberal, más o menos elitista, o reunir varias de esas características, en suma, es estar condenado a ser minoría. Por tanto, el juego democrático ha quedado allí bloqueado, o peor, se vuelve finalmente un juego imposible: las mayorías se han tornado más y más irrespetuosas de los derechos de las minorías, al mismo tiempo que, a raíz de ello o estimulándolo, o las dos cosas a la vez, éstas se volvían más escépticas respecto a la utilidad y la legitimidad de las vías electorales para acceder y ejercer el poder. Por esta vía, se evoluciona a paso firme hacia regímenes híbridos, “semidemocracias”, o directamente hacia el autoritarismo.
Hay buenos motivos para dudar de que esto pueda replicarse en Argentina. Ante todo es fácil comprobar que, por más que el kirchnerismo ha venido recurriendo a la polarización populista, no logró con ello éxitos comparables a los alcanzados en sus países por Evo Morales y Hugo Chávez. Incluso puede decirse que intentar ese camino ha contribuido en gran medida a su actual debilitamiento. Sin embargo, existen muchos intelectuales oficialistas que promueven una visión radicalmente populista de las cosas, o porque creen que revela la esencia de los conflictos que el país tiene que resolver, o porque creen que hacer que ellos se acomoden a esa idea es el único camino para recuperar el favor de la mayoría (que reconocen así, implícitamente, se ha perdido). A la luz de los discursos con que Néstor y Cristina han encarado la campaña, y de algunas de las medidas de gobierno que vienen impulsando, lo menos que se puede decir es que esta radicalización populista ejerce una influencia nada despreciable en la cúpula oficial. Pareciera incluso que a medida que las “amenazas” que les plantean los opositores, los grupos de interés y los actores externos se vuelven más serias para su supervivencia, la reacción natural en el oficialismo es abroquelarse en torno a estas ideas, que le permiten, si no triunfar en las batallas que tienen por delante, al menos encararlas con exaltado heroísmo.
Parafraseando a Napoleón, actuar así es peor que un crimen, es un grave error político. Pero las ideologías funcionan así: les dejan ver a quienes las abrazan sólo aquello que confirma sus premisas, y les permiten ignorar datos “duros” y molestos de la realidad. Un buen ejemplo de cómo funcionan estos mecanismos en el oficialismo lo ha brindado en estos días Ernesto Laclau, convertido en máximo ideólogo kirchnerista en los últimos tiempos, y proveedor de una supuesta solidez conceptual y de cierto glamour académico a todos aquellos que trabajan para sostener la tesis de la radicalización populista. En un intenso raid en los medios de comunicación, Laclau se esmeró en demostrar teóricamente que el populismo no puede ser una amenaza a la democracia porque expresa la voluntad de las masas empobrecidas, y en cambio sí la amenazan los intereses de los ricos, por definición minoritarios, y las ideas que ellos promueven, las del neoliberalismo.
Axiomas como estos no necesitan prueba alguna, son verdades autoevidentes. Pero para que los periodistas que lo entrevistan y la audiencia que lo sigue reciban mejor el mensaje, Laclau se rebaja igualmente a dar algunos ejemplos, y entonces explica cómo en Bolivia, Venezuela, y también en Argentina las masas empobrecidas, que en los años noventa no eran representadas fielmente sino manipuladas, ahora se sienten partícipes de grandes cambios, y eso significa que la democracia allí ha “mejorado su calidad”.
Es interesante recordar que en los años ochenta, Laclau participó, igual que muchos otros académicos de origen marxista, de la tendencia revisionista que permitió a los teóricos y a muchos activistas de izquierda apropiarse de las banderas democráticas en boga en la región: en esa época, su principal preocupación, en línea con la de muchos gramscianos, era cómo articular las reivindicaciones socialistas con las de derechos políticos y civiles. Por esta vía, pudo acercarse a las tesis socialdemócratas dominantes en Europa, y asumir, como una premisa de su propuesta teórica y política, que las batallas de la izquierda debían definirse en términos de la “expansión de las luchas democráticas”, es decir, apropiarse del liberalismo político para ampliar sus horizontes. La actitud teórica y política del Laclau actual, y lo mismo cabe decir de muchos de sus seguidores, revela un cambio muy profundo respecto a esa opción, y un cierto “regreso a las fuentes”: ante las frustraciones acumuladas en esa vía reformista y liberal hacia la transformación de las sociedades latinoamericanas por la que se apostó en los años ochenta, y la reapertura real o imaginada de una vía “revolucionaria” tras las crisis resultantes de las reformas de mercado de los noventa, aparece como una respuesta adecuada, o mejor dicho como la única respuesta posible, el populismo radical de los setenta. En sus términos, el problema de las dos últimas décadas de vida democrática que experimentaron nuestros países ha sido que las mayorías pobres no utilizaron el peso del número, que les asegura ganar elecciones, para imponerse a las minorías ricas, y que en cambio se inclinaron a soluciones “concertadas” con éstas, que nunca podían terminar bien porque no podían satisfacer los intereses de aquéllas. Dicho de otro modo, el modelo socialdemócrata habría probado ser una vía hacia la resignación, y es preciso repudiarlo, para recuperar la vocación transformadora perdida.
Lo llamativo es que esta tesis se ha fortalecido en algunos países de la región, a medida que la opción socialdemócrata ganaba terreno en otros, y acumulaba logros nada despreciables para fortalecer su opción por el reformismo y el liberalismo político. A este respecto, podría decirse que Argentina está a medio camino entre dos mundos. Por cierto, aquí las frustraciones del reformismo no han sido pocas, pero ello no ha significado una completa polarización social, ni tampoco que el resentimiento contra los ricos derive en fuertes tendencias anticapitalistas y aislacionistas. Por otro lado, el liberalismo político no ha perdido tanto terreno con esos fracasos como en otros lados. Para las izquierdas, por tanto, renunciar a él y cederlo a sus adversarios ni se justifica por la posibilidad de imponer cambios económicos y sociales, ni es irrelevante en términos de los costos electorales que implica. Es en gran medida por ello que la democracia argentina no está bloqueada como sí es el caso de las de Bolivia y Venezuela, sino que lo que quedó bloqueado fue el proyecto de un populismo radical local: él ha probado ser una amenaza a las libertades sin ofrecer a cambio ningún horizonte igualador y comunitario más o menos innovador. Estando en el peor de los mundos, no tardará en extinguirse.
Es interesante recordar que en los años ochenta, Laclau participó, igual que muchos otros académicos de origen marxista, de la tendencia revisionista que permitió a los teóricos y a muchos activistas de izquierda apropiarse de las banderas democráticas en boga en la región: en esa época, su principal preocupación, en línea con la de muchos gramscianos, era cómo articular las reivindicaciones socialistas con las de derechos políticos y civiles. Por esta vía, pudo acercarse a las tesis socialdemócratas dominantes en Europa, y asumir, como una premisa de su propuesta teórica y política, que las batallas de la izquierda debían definirse en términos de la “expansión de las luchas democráticas”, es decir, apropiarse del liberalismo político para ampliar sus horizontes. La actitud teórica y política del Laclau actual, y lo mismo cabe decir de muchos de sus seguidores, revela un cambio muy profundo respecto a esa opción, y un cierto “regreso a las fuentes”: ante las frustraciones acumuladas en esa vía reformista y liberal hacia la transformación de las sociedades latinoamericanas por la que se apostó en los años ochenta, y la reapertura real o imaginada de una vía “revolucionaria” tras las crisis resultantes de las reformas de mercado de los noventa, aparece como una respuesta adecuada, o mejor dicho como la única respuesta posible, el populismo radical de los setenta. En sus términos, el problema de las dos últimas décadas de vida democrática que experimentaron nuestros países ha sido que las mayorías pobres no utilizaron el peso del número, que les asegura ganar elecciones, para imponerse a las minorías ricas, y que en cambio se inclinaron a soluciones “concertadas” con éstas, que nunca podían terminar bien porque no podían satisfacer los intereses de aquéllas. Dicho de otro modo, el modelo socialdemócrata habría probado ser una vía hacia la resignación, y es preciso repudiarlo, para recuperar la vocación transformadora perdida.
Lo llamativo es que esta tesis se ha fortalecido en algunos países de la región, a medida que la opción socialdemócrata ganaba terreno en otros, y acumulaba logros nada despreciables para fortalecer su opción por el reformismo y el liberalismo político. A este respecto, podría decirse que Argentina está a medio camino entre dos mundos. Por cierto, aquí las frustraciones del reformismo no han sido pocas, pero ello no ha significado una completa polarización social, ni tampoco que el resentimiento contra los ricos derive en fuertes tendencias anticapitalistas y aislacionistas. Por otro lado, el liberalismo político no ha perdido tanto terreno con esos fracasos como en otros lados. Para las izquierdas, por tanto, renunciar a él y cederlo a sus adversarios ni se justifica por la posibilidad de imponer cambios económicos y sociales, ni es irrelevante en términos de los costos electorales que implica. Es en gran medida por ello que la democracia argentina no está bloqueada como sí es el caso de las de Bolivia y Venezuela, sino que lo que quedó bloqueado fue el proyecto de un populismo radical local: él ha probado ser una amenaza a las libertades sin ofrecer a cambio ningún horizonte igualador y comunitario más o menos innovador. Estando en el peor de los mundos, no tardará en extinguirse.
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