Sin embargo, hay quienes plantean que lo realizado hasta el momento por la administración del Presidente Lula da Silva es insuficiente para desmontar el proyecto insurgente de la extrema derecha brasileña, que además ha contado con el apoyo de movimientos con perfil neofascista que existen en otras latitudes del planeta. De hecho, a pesar de algunas diferencias, la ocupación de los edificios públicos de Brasilia, trajeron a la memoria, casi inmediatamente, los luctuosos acontecimientos producidos el 6 de enero de 2021, con el asalto al Capitolio en la capital de los Estados Unidos.
El gobierno recién instalado se
encuentra en un tremendo dilema para contener a los grupos del llamado
bolsonarismo radical que se niegan a reconocer el triunfo de Lula en las urnas.
Insuflados por diversos gestos por parte de su líder, que ahora se ha refugiado
en Miami, estos militantes se vienen coordinando desde hace un buen tiempo,
preparando las condiciones para que las Fuerzas Armadas ejecuten un golpe de
Estado bajo el argumento de restablecer la paz y el imperio de la ley en un
contexto de crisis institucional.
La estrategia elaborada por estos
sectores sediciosos -en parte a través de las redes y en parte directamente
desde los campamentos montados fuera de los cuarteles-, supone crear un
escenario de ingobernabilidad en el país (por medio del bloqueo de carreteras,
atentados explosivos en aeropuertos y refinerías de petróleo, caos urbano,
etc.) de manera tal que las Fuerzas Armadas utilicen el artículo 142 de la
Constitución que las autorizaría para intervenir en el caso de producirse una
situación de desorden social e inseguridad de las instituciones de la República.
Sin embargo, el texto de la Carta Fundamental en ningún caso autoriza a las
Fuerzas Armadas a actuar como Poder Moderador en caso de agitación social –
como pretenden los subversivos de la extrema derecha- sino que su papel y su
deber consiste en defender la democracia y las instituciones republicanas
apoyando las decisiones del poder civil.
De todas maneras, una hipótesis de
golpe de Estado no es para nada descabellada, considerando todos los privilegios
que tuvieron las tres ramas de las Fuerzas Armadas durante el gobierno del
capitán reformado y la enorme participación en su administración, llegando a
ser reclutados para diversas funciones más de 8 mil miembros de esta corporación.
Ello implicó, que militares, marinos y aviadores recibieran un doble salario,
como miembros castrenses y como funcionarios de la estructura gubernamental. Los
militares brasileños tuvieron más poder durante la gestión de Bolsonaro que en
todo el periodo de la pasada dictadura (1964-1985).
Por lo tanto, la estrategia de la
extrema derecha –a pesar del fracaso de su intentona golpista del domingo
pasado- probablemente consistirá en crear permanentemente la sensación de caos
instalado en el país, con atentados y terrorismo doméstico de bajo perfil
destinado a poner siempre en guardia a las instituciones y generar un clima de
incertidumbre y temor entre la población.
Incluso el Ministro de Defensa
nombrado por Lula declaró antes del asalto de las hordas bolsonaristas, que las
personas que se encontraban acampadas frente a los cuarteles del Ejército eran
“patriotas” bien intencionados que no hacían más que expresar sus sentimientos
e ideales políticos, como en cualquier democracia. Pero hoy día sabemos cuánto
de estas ideas de sublevación fueron incubadas, procesadas, planeadas y
ejecutadas a partir de las conspiraciones fraguadas en dichos campamentos. Y no
solo eso, una parcela importante del Congreso electo el año pasado es de
extrema derecha, algo que la prensa y algunos cientistas políticos no quieren
reconocer. Les da pudor decir que un determinado senador o diputado es de
extrema derecha, cuando es del todo evidente que su pensamiento y su conducta
es propia de esa ideología.
Por lo mismo, es indudablemente apremiante encarar la intimidación militar con absoluta convicción y rigurosidad por la nueva administración, so pena que se transforme en una amenaza permanente sobre la democracia y el Estado de Derecho. El presidente Lula cuenta actualmente con el apoyo de las instituciones y poderes de la República y también de la inmensa mayoría de los habitantes, razón por la cual posee una posición y una oportunidad inmejorable para realizar los cambios necesarios al interior de las corporaciones militares, enfrentando la contaminación golpista, alterando la estructura de comando y colocando en los puestos claves de la jerarquía a aquellos uniformados que cuenten con su confianza y la del gobierno.
Construir un pacto democrático amplio sin renunciar al programa de gobierno
En este complicado escenario, el
gobierno recién instalado debería profundizar sus vínculos con diferentes
fuerzas políticas para fortalecer las instituciones democráticas y el Estado
Democrático de Derecho consagrado en la Constitución de 1988. El dilema que se
presenta en dicho contexto es que resulta perentorio consolidar el discurso
contra el Golpe de Estado, quizás o muy probablemente a costa de tener que
abdicar de algunas de las transformaciones más importantes que se encuentran
definidas en la agenda programática del nuevo gobierno: una reforma tributaria
progresiva que se dirija hacia una mayor recaudación “penalizando” a las
mayores fortunas y aumentando los impuestos de las grandes empresas; una
política social más vasta y profunda determinada a eliminar el hambre que
sufren 33 millones de ciudadanos; recuperar el aporte de las transferencias a
los segmentos más pobres de la población; reajustar los salarios al nivel que
tenían en los gobiernos anteriores del Partido de los Trabajadores; invertir más
en educación, salud, vivienda, saneamiento básico, infraestructura, agricultura
familiar, etc.
Muchas de estas medidas se pueden
ver comprometidas si la tarea principal es crear un muy amplio Frente Democrático
–incluso con la derecha liberal- para enfrentar la arremetida fascista que
continúa ensombreciendo y amenazando la vida política y social brasileña. Por
ejemplo, la complicada y extenuante negociación para obtener los recursos
necesarios para implementar el renovado Programa Bolsa Familia dentro del
Presupuesto de 2023, necesitó de mucha transacción política, renuncia
programática e inclusión de políticos de derecha en el cuadro ministerial del
nuevo gobierno. Solo de esta manera se pudo aprobar la Propuesta de Enmienda a
la Constitución (PEC) que incluyera en las cuentas del próximo año los valores para
asegurar el financiamiento de una política de transferencia directa
imprescindible, vistos los altos niveles de pobreza y hambre que actualmente
enfrenta la población más vulnerable del país.
También es necesario
“desbolsonarizar” el país, entendiendo por ello la destrucción y superación de
la cultura del odio, la intolerancia y la violencia que se ha venido apoderando
del país en estos últimos tiempos sombríos. Los sectores nostálgicos de la
dictadura, los representantes del agronegocio, el lumpen empresariado, los
pastores y creyentes pentecostales, los madereros ilegales, los ocupantes de
tierras indígenas o las agrupaciones neofascistas, se han transformado en
verdaderas sectas irracionales que no se resignan con la derrota de Bolsonaro
en las urnas y por el hecho consumado de que Lula da Silva deberá gobernar Brasil
durante los próximos cuatro años.
El pacto sedicioso entre estos
grupos se va a mantener como una permanente amenaza si el gobierno y el
conjunto de las fuerzas políticas, institucionales y sociales no consiguen
desmontar este entramado nefasto de una extrema derecha que cuenta con el aval
o está directamente asociada a las Fuerzas Armadas y los cuerpos policiales,
para pender como una espada de Damocles sobre las instituciones y la vida
democrática nacional. Esta es una tarea urgente que el país no puede postergar
a riesgo de sacrificar su futuro por varias décadas.
*Doctor en Ciencias Sociales. Editor
del Blog Socialismo y Democracia.
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