segunda-feira, 24 de outubro de 2011

Izquierda latinoamericana y revolución árabe:: Sami Naïr

La revolución democrática árabe no solo ha sorprendido al mundo sino que también ha transformado los paradigmas tradicionales de la izquierda que, no más que la derecha, no ha podido presentirla. En Europa, a pesar de algunas vacilaciones, la izquierda, radical o social-liberal ha reaccionado en general de manera positiva, acogiendo esta irrupción de las masas como un acontecimiento de alcance histórico. No es el caso por desgracia de la gran mayoría de la izquierda radical latinoamericana. No se trata aquí de generalizar, puesto que esta izquierda radical engloba a elementos con diferencias a menudo contrastadas. No obstante, en el transcurso del coloquio organizado en Buenos Aires (8 y 9 de septiembre de 2011) por Capital Intelectual, Le Monde diplomatique edición Cono Sur y Mémoires des luttes, nosotros, participantes europeos, quedamos muy sorprendidos de ver a nuestros amigos latinoamericanos (por suerte, no todos) defender unas posturas que estamos acostumbrados a leer más bien bajo la pluma de los aduladores de las dictaduras en el mundo árabe.

En líneas generales, Ignacio Ramonet, Bernard Cassen, Santiago Alba, la periodista palestina Dima Katib y yo mismo, porque defendíamos las revoluciones democráticas árabes éramos acusados de ingenuidad, y, si no hubiera sido por la cortesía de los intercambios, casi de complacencia hacia el imperialismo occidental. El hecho de que la OTAN estuviera implicada en los bombardeos en Libia desacreditaba de antemano nuestros intentos de hacer comprender la legitimidad de la revuelta contra la tiranía de Gadafi. En cuanto a las revoluciones en Túnez y en Egipto, nos enteramos por boca de intelectuales venidos de Venezuela, de Brasil e incluso de Argentina, de que estas no eran más que “movimientos sociales violentos” y de ninguna manera revoluciones. Nuestro compañero Fathi Chamkhi, universitario y sindicalista tunecino allí presente, actor de la revolución, se encendía de indignación. Más grave aún, todo parecía transcurrir como si, al defender esas revoluciones, nos dispusiéramos sin saberlo a aceptar posibles intervenciones imperialistas contra ciertos regímenes actuales de América Latina. Sigan mi mirada…

Esa visión es simplemente desoladora. Se basa en varios errores graves.

En primer lugar, el análisis está basado en el prejuicio de que, al no estar dirigidas por partidos revolucionarios o “vanguardias”, esas revoluciones no pueden sino fortalecer a las fuerzas de la reacción mundial. Eso es no entender nada. Es verdad que la ola democrática árabe no se parece ni a la revolución rusa de 1917, ni a la Revolución Francesa de 1789, ni a la Revolución Cultural china, ni a los levantamientos en América Latina de los años cincuenta y ochenta del siglo pasado. En cambio, se asemeja perfectamente a las insurrecciones civiles antitotalitarias de los países del Este después de la caída del muro de Berlín. Son revoluciones del Derecho, de la Dignidad, del progreso social y de la libertad identitaria. Son sobre todo irrupciones de unas sociedades que se han emancipado de las élites autoproclamadas y que solo encuentran su inspiración en ellas mismas. Es verdad que no tienen programa preconcebido alguno, pero lo construyen en la lucha. ¿Son incapaces de conquistar el poder inmediatamente? Mientras esperan, crean una situación de doble poder frente al antiguo régimen, al que combaten poco a poco, a diario. Pueden ganar, pero también perder: nada está jugado de antemano para ellas. Son a la vez democráticas y ávidas de reivindicaciones sociales radicales. Querer encerrarlas en una definición que les daría una patente de revolución es no solo dar prueba de una pedantería ridícula, sino también insultar a unos pueblos que se enfrentan a la muerte porque quieren vivir libremente.

En segundo lugar, si la OTAN ha intervenido es bajo el mandato de la ONU y en un marco perfectamente limitado, impidiendo que Francia y Reino Unido, cuyos intereses neocoloniales conocemos, lo hagan solas. Esta intervención, que ha salvado de una masacre segura a las poblaciones civiles de Bengasi por parte del Ejército de Gadafi, ha reforzado de hecho la voluntad de resistencia de los libios en todo el país. Ha alentado también el proceso revolucionario en el mundo árabe. La prueba contraria la proporciona la trágica inhibición de la comunidad internacional en Siria, donde las poblaciones civiles que se manifiestan pacíficamente están libradas a los crímenes bárbaros de la soldadesca de Assad. ¿Cuándo nuestras almas cándidas revolucionarias comprenderán que los regímenes militares árabes son lo peor que hay para sus pueblos? ¿Que los ciudadanos árabes ya están hartos de vegetar bajo la bota de tiranuelos de comedia, ignorantes y mafiosos? ¿En nombre de qué ideología, de qué razón de Estado, de qué alianzas internacionales debemos sacrificar la libertad de esos pueblos?

En tercer lugar, por último, sin hablar de Mubarak, de Ben Ali o de Saleh, fieles servidores de EE UU, de El Asad, partidario de los dos integrismos más retrógrados de hoy en Oriente Próximo (Arabia Saudí e Irán), es una broma de muy mal gusto hacer creer que Gadafi es un amigo de las revoluciones latinoamericanas. La verdad es que ha vendido a ciertos movimientos latinoamericanos el mito de que él era un revolucionario antiimperialista, bañándoles de paso en dólares, mientras que no era más que un criminal para los libios. Porque ese tirano ha destruido en 40 años el Estado libio creado por la ONU; ha perseguido, encarcelado y asesinado a las principales figuras de la oposición de izquierda libia, a dirigentes demócratas y a militantes de los derechos humanos; ha potenciado, como nunca en la historia de las poblaciones árabe-africanas del desierto, y a golpe de millones de dólares, el tribalismo más retrógrado; ha convertido a la nación libia en una llamada jamahiriya (¡república de las masas!), instituyendo una relación de dominio basada en el terror y la arbitrariedad absoluta; ha perseguido con crueldad a los palestinos, a quienes aconsejaba “tirarse al mar”; ha entregado el país a sus extravagancias de títere y a la voracidad de su familia mafiosa; ha comprado y corrompido a decenas de regímenes dictatoriales africanos y se ha hecho proclamar “rey de reyes” en África; ha creado campos de internamiento de los inmigrantes clandestinos africanos en territorio libio a cambio del apoyo político de la Unión Europea y, para colmo, se ha convertido en el refuerzo de la Administración americana al subcontratar para la CIA la tortura en Libia de los prisioneros de Guantánamo. Y podríamos describir durante páginas las otras 1.000 atrocidades de las que es culpable ese demente cruel y cínico. Es por culpa de los Gadafi, Mubarak, Ben Ali, El Asad y Saleh que el integrismo religioso ha aumentado en todo el mundo árabe. Son estos regímenes los que literalmente han vuelto locos de rabia a los pueblos árabes.

El desconocimiento en América Latina de la situación árabe es suficiente para explicar, junto a una buena dosis de maniqueísmo, la obcecación de quienes en la izquierda ponen mala cara ante la insurrección de los pueblos. Esos “revolucionarios” están en realidad más cerca de la razón de Estado de los regímenes que defienden que de la solidaridad con los oprimidos.

En vez de aplaudir a Sarkozy y a Cameron, los hombres, las mujeres, los niños que se sublevan hoy en el mundo árabe hubieran preferido encontrar a su lado los símbolos de la revolución latinoamericana. Y eso hubiera sido tanto más necesario cuanto que las potencias occidentales que han intervenido en esos países se harán pagar a tocateja por unos pueblos exangües. Hay el riesgo de que se establezcan nuevas formas de dominación neocolonial. Para oponerse a ellas, los pueblos árabes en lucha por la democracia necesitan más que nunca la solidaridad internacional. Pero si nos atenemos a ciertos discursos de izquierdas escuchados en el coloquio de Buenos Aires, esa toma de conciencia no se producirá de inmediato. No queda pues más que exclamar: “¡Despertad, amigos latinoamericanos, vosotros que dais lecciones de populismo revolucionario, la revolución árabe os ha dejado lejos detrás de ella!”.

Sami Nair es profesor de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Traducción de M. Sampons.

FONTE: EL PAIS (ESPANHA)

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