Clarín, 27 marzo
No hay ilusión colectiva que sea positiva. La esperanza puede serlo, pero la vivencia de que algo es alcanzable mañana, basada en un entendimiento falso de hoy, conduce por fuerza a la frustración.
Hay sociedades que son muy propensas a ilusionarse y por tanto a fundar políticas sobre uma base ilusoria. Es el caso argentino. ¿Porqué?
Probablemente por cuánto nos marcó la experiencia histórica: simplificando mucho, hubo dos episodios en los que “tocamos el cielo con las manos”, sendas experiencias que nos confundieron socialmente, perturbaron nuestra percepción colectiva.
Hasta los 30 fue la hora de las élites, pero también de ascendentes clases medias en una sociedad considerablemente integrada.
Hasta 1955 fue la hora de los sectores populares, que disfrutaron de uma mejora insólita de su nivel de vida y de su reconocimiento político y simbólico.
Esas dos estanterías se derrumbaron, bastante abruptamente (en alguna medida, en ambos casos, este derrumbe tuvo que ver con graves dificultades para la inserción argentina en el contexto internacional).
Pero la creencia en su viabilidad, y en que podía estar nuevamente al alcance de la mano tocar el cielo, sobrevivió.
Allí radica la ilusión, en el abismo existente entre lo precario de nuestro presente social, y la convicción de que fácilmente, a través de algún artificio político, podemos volver a tocar el cielo.
Creo que los cuatro “grandes” presidentes argentinos de la democracia – Alfonsín, Menem, Kirchner y Macri – portaron ilusiones tal vez inevitables pero que pesaron fuertemente sobre el proceso político.
Y en estas ilusiones no estuvieron solos: estuvieron significativamente acompañados por parte de las élites y de la sociedad, siendo además que quienes no acompañaron no se colocaron, en muchos casos, en un registro crítico apropiado, sino deslegitimador.
Es archisabido que la ilusión de Alfonsín fue la democracia. Alfonsín estaba convencido de que las virtudes de la democracia tendrían un efecto regenerativo sobre la sociedad y la economía.
Pero no fue así porque, obviamente, economía y sociedad estaban atravessadas por gravísimos problemas estructurales que estallaron en el Rodrigazo y se profundizaron con la dictadura, la represión y Martínez de Hoz y legaron a la democracia un estado desarticulado. Las instituciones de la democracia no bastan para “regenerar” la Argentina.
En cambio, la ilusión de Menem fue el “neoliberalismo”; el programa de reformas estructurales supuestamente orientadas al mercado. Ninguno de los graves problemas estructurales fue resuelto, al contrario.
Menem zafó en el corto plazo con la Convertibilidad pero esta obturó toda posibilidad de reformular adecuadamente los incentivos económico sociales.
Sin embargo, después de estas experiencias, incluyendo la catástrofe que acompañó el fin de la Convertibilidad, la tendencia social a la ilusión no se conmovió. Hasta se robusteció.
La ilusión de Kirchner no fue la soja, fue el poder.
Kirchner seriamente creyó que podía constituir, mezclando votos y corrupción, una estructura de poder duradera y sólida, capaz de gobernar la Argentina, incluyendo su economía, administrándola en una suerte de populismo continuo.
Muchos acompañaron este proyecto y muchos más creyeron en él, pero no funcionó, no tanto debido a la mala gestión económica, como porque una parte finalmente mayoritaria de la sociedad resultó inasimilable (bien pensados, en Argentina los populismos son tan intensos cuanto lo son sus resistencias).
La ilusión de Macri fueron las inversiones.
Macri confió en que su llegada al gobierno, junto al conjunto de câmbios económicos acertados impuestos en los primeros meses, dispararía una onda de inversiones que daría un impulso diferente a la economía argentina.
Parecía tener sentido: se instalaba un nuevo espíritu político y económico que, junto a los cambios de esa primera etapa, proporcionaría un set de incentivos a la inversión. Pero no fue así.
Y no lo fue porque, en realidad, la Argentina sigue siendo la misma. Es verdad que el contexto internacional cambió mucho y adversamente; pero la inversión extranjera no dejó de venir por eso.
Importa más la propia economía argentina reducida y cerrada, el mismo estado en desequilibrio, la misma puja distributiva, los mismos costos de transacción, el mismo cuadro institucional.
En el fondo, esta no es la Argentina de Mauricio sino la de Franco, no es la de Vidal sino la de Baradel, no es la de Marangoni sino la de Espinoza.
Para dejarla atrás sería necesario hacer algo que Macri aún puede hacer: abandonar la ilusión y reunir liderazgo y fuerza política e institucional para cambiar los pilares básicos de nuestra economía y sus instituciones.
Y conseguir que las creencias colectivas se alteren, acompañando un caminho de plazos largos y que requiere que la cooperación no sea destruida por la competencia política. Menuda tarea.
*Politólogo e investigador del CONICET.
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