quinta-feira, 7 de julho de 2016

El gobierno de los banqueros - Jürgen Habermas

- El País, 28 jun 2015

La última sentencia del Tribunal de Justicia Europeo [que permite al Banco Central Europeo (BCE) comprar deuda soberana para combatir la crisis del euro] arroja una luz hiriente sobre la fallida construcción de una unión monetaria sin unión política. Todos los ciudadanos tuvieron que agradecer en el verano de 2012 a Mario Draghi, presidente del BCE, que con una sola frase [“haré lo necesario para sostener el euro”] salvara su moneda de las desastrosas consecuencias de un colapso que parecía inminente. Sacó las castañas del fuego al Eurogrupo al anunciar que, de ser necesario, compraría deuda pública en cantidad ilimitada. Draghi tuvo que dar un paso al frente porque los jefes de Gobierno eran incapaces de actuar en el interés común de Europa; todos estaban hipnotizados, presos de sus respectivos intereses nacionales. En aquel momento, los mercados financieros reaccionaron —relajando la tensión— frente a una única frase, a la frase con la que el jefe del BCE simuló una soberanía fiscal que no poseía en absoluto. Porque, ahora como antes, son los bancos centrales de los Estados miembros los que en última instancia avalan los créditos. El Tribunal Europeo no ha podido refrendar esta competencia en contra del texto literal de los tratados europeos; pero las consecuencias de su sentencia llevan implícito que el BCE, con escasas limitaciones, puede cumplir el papel de prestamista de última instancia.

El tribunal ha bendecido una acción salvadora que no se ajusta del todo a la constitución, y el Tribunal Constitucional alemán secundará esa sentencia añadiendo las sutilezas a las que nos tiene acostumbrados. Uno tendría la tentación de afirmar que los guardianes del derecho de los tratados europeos se ven obligados a forzarlo, aunque sea indirectamente, para mitigar, caso por caso, las consecuencias indeseadas de los fallos de construcción de la unión monetaria. Defectos que solo pueden corregirse mediante una reforma de las instituciones, como juristas, politólogos y economistas llevan años demostrando. La unión monetaria seguirá siendo inestable en tanto que no sea completada por la unión bancaria, fiscal y económica. Pero esto significa —si no queremos declarar con todo descaro que la democracia es un mero decorado— que la unión monetaria debe desarrollarse para convertirse en una unión política. Aquellos acontecimientos dramáticos de 2012 explican por qué Draghi nada contra la corriente de una política miope, cabría decir insensata.

Estamos otra vez en crisis con Atenas porque a la canciller alemana, ya en mayo de 2010, los intereses de los inversores le importaban más que una quita de la deuda para sanear la economía griega. En este momento se ha puesto en evidencia otro déficit institucional. El resultado de las elecciones griegas representa el voto de una nación que se defiende con una mayoría clara contra la tan humillante como deprimente miseria social de la política de austeridad impuesta al país. El propio sentido del voto no se presta a especulaciones: la población rechaza la prosecución de una política cuyo fracaso ha experimentado de forma drástica en sus propias carnes. Investido de esta legitimación democrática, el Gobierno griego ha intentado inducir un cambio de política en la eurozona. Y ha tropezado en Bruselas con los representantes de otros 18 Gobiernos, que justifican su rechazo remitiendo fríamente a su propio mandato democrático. 

Recordemos los primeros encuentros, cuando los novicios —que se presentaban de forma prepotente llevados por el arrebato de su triunfo— ofrecían un grotesco espectáculo de intercambio de golpes con los residentes, que reaccionaban a medias de forma paternalista, a medias de forma despectiva y rutinaria: ambas partes insistían como papagayos en que habían sido autorizadas cada una por su “pueblo” respectivo. La comicidad involuntaria de su estrecho pensamiento nacional-estatal expuso con la mayor elocuencia ante la opinión pública europea qué es lo que realmente hace falta: formar una voluntad política ciudadana común en relación con las trascendentales debilidades políticas en el núcleo europeo.

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