Fred Hampton
Cuando restaban pocas horas para que el
Sistema Judicial brasileño concluyera sus actividades semestrales para entrar
en el receso de invierno -por un mes a partir del 1 de julio-, el Supremo
Tribunal Federal (STF) determinó la inelegibilidad de Jair Messías Bolsonaro
por los próximos ocho años. Este proceso que le impide al ex presidente
presentarse a cualquier elección por ese periodo, es el primero entre muchos
otros procesos (16 en total) que continúan pendientes por los diversos delitos
cometidos por el ex presidente durante su mandato.
En este caso, la acusación que fue juzgada
tuvo relación con la insistencia del ex mandatario en poner en duda la
transparencia y licitud del sufragio electrónico en una reunión oficial
convocada por el entonces gobernante en el Palacio da Alborada, ante decenas de embajadores,
periodistas y miembros de organizaciones internacionales. Según el Ministerio
Publico, en aquella ocasión el ahora condenado habría cometido abuso de poder
político, desvío de finalidad y uso indebido de los medios de comunicación.
Concretada entonces la inelegibilidad del ex capitán, surge casi que naturalmente la interrogante sobre cuál será el destino de la extrema derecha en Brasil. Existe una infinidad de tesis especulativas sobre este asunto, aunque en términos generales existe un consenso que la extrema derecha en Brasil llegó para quedarse.
Quizás pierda gran parte de su fortaleza en
los próximos años, no solamente por la sanción aplicada a su líder
indiscutible, sino porque ese mismo líder tendrá que enfrentar una avalancha de
procesos en su contra, ya sea en el Tribunal Superior Electoral (TSE) que lo
juzgó en esta oportunidad, como también en una serie de otros procesos penales
que envuelven casos de corrupción, abuso de autoridad, enriquecimiento ilícito,
genocidio de los indígenas Yanomami y otros pueblos originarios, vinculación
con las milicias de Rio de Janeiro y un largo
Es decir, Bolsonaro debe ser punido no
solamente en el ámbito de la justicia electoral, como también debe ser
procesado penalmente por el cúmulo de crímenes cometidos durante su gestión.
Sin embargo, ver al ex capitán en la cárcel no le va a restituir su vida a los
casi 700 brasileños que murieron víctimas del Covid-19, las florestas no se van
a recuperar de la devastación y las quemadas indiscriminadas, los pueblos
aborígenes no superarán el genocidio cometido contra ellos, los pobres no
volverán automáticamente a tener mejores condiciones de vida y de alimentación,
las familias no se recobrarán de las fracturas sufridas en su interior por las
disputas ideológicas.
Bolsonaro preso es una necesidad urgente,
aunque sea irrecuperable el daño causado por él y sus huestes a la enorme
mayoría de los brasileños. Por lo menos, el encarcelamiento de quien causó
tanto daño al país durante su gestión, puede ayudar a sanar las heridas en el
imaginario de la nación.
No obstante, el bolsonarismo como fenómeno
político y social continuará ensombreciendo al país, porque este se asienta
sobre bases históricas consistentes que extienden sus profundas raíces desde el
periodo de la Colonia y del consiguiente régimen esclavista, el que fue abolido
solamente a fines del siglo XIX, específicamente, el 13 de mayo de 1888.
La huella esclavista y explotadora que
asentó sus bases en el desprecio por los negros, los pobres, los indígenas, las
mujeres y los excluidos en general, se ha introyectado comprobadamente en la
sociedad brasileña y emergió desde las cloacas de la historia a partir de los
eventos y movilizaciones de 2013, para comenzar a emerger rápidamente hacia la
superficie de la escena social y política brasileña en esta última década.
En ese contexto, Bolsonaro llegó a asumir
la presidencia por la profundización de esta matriz autoritaria, racista,
clasista, xenofóbica, homofóbica, misógina, aporofóbica que se instaló
como un tumor maligno al interior de la sociedad, alimentada –como decíamos- de
la propia experiencia histórica secular, así como de la agudización de la
corrupción y la escandalosa impunidad de miembros de la clase política, de
grandes conglomerados y consorcios empresariales, de familias de terratenientes
y de los altos mandos militares que se han dedicado durante décadas a lucrar y
beneficiarse con los recursos públicos.
La redemocratización y el posterior proceso
de reconstrucción de las instituciones democráticas no fue suficiente para
acabar con los resabios del autoritarismo que permanecieron latentes en el seno
de la sociedad brasileña y que resurgieron a la luz del descontento y el
malestar acumulado, las carencias insufribles en los servicios básicos, la corrupción,
el desempleo y los bajos salarios, la presencia endémica del hambre, la
violencia cotidiana, la inepcia del Estado, la exclusión y el abandono que
experimenta una parte significativa de la población.
La extrema derecha y el bolsonarismo se
nutrieron de este caldo nefasto y corrosivo que fue minando la coexistencia
entre los brasileños, manifestándose bajo las más diversas formas del prejuicio
y la intolerancia para enfrentar las supuestas amenazas que encarnaban y siguen
personificando los segmentos más pobres y miserables del país.
En función de lo anterior, uno de los
mayores desafíos que tiene ahora el gobierno de Lula da Silva –además de
resolver los problemas más prominentes como el hambre y la desigualdad- es
desmontar los cimientos de esta construcción nefasta y destructiva del odio
visceral, de una completa ausencia de identidad, de la negación de un sustrato
común, de un sentido de comunidad de destino que aqueja a este país de
dimensiones y complejidad continental.
Si bien la reciente condenación de
Bolsonaro representa una respuesta imprescindible para el conjunto de los
demócratas brasileños, los riesgos del radicalismo de la extrema derecha
seguirán ensombreciendo el futuro de Brasil, obstaculizando sus capacidades
para desarrollar todas sus potencialidades como nación. Enfrentar estas
modalidades contemporáneas del fascismo se transformó en una tarea urgente no
solo para la actual administración, sino para la totalidad del cuerpo social
que aspira a construir una nación norteada por los principios de la tolerancia,
el pluralismo, el respeto a la diversidad y la convivencia democrática.
*Doctor en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia. Analista del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).
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